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viernes, 9 de septiembre de 2011

Una caja de aspirinas

Le dolía el nacimiento de los dedos de los pies, se le había enfriado la punta de los dedos de las manos y tenía un catarro generalizado entre ambos. Dedos de manos y dedos de pies hacían una especie de barrera natural, de arrecife antropomorfo que separaba su cuerpo enfermo y helado del resto de la vida. En ella todo era invierno; fuera, el verano daba los últimos lametazos a las cosas, dorándolas de preotoño. 
Así que apenas le quedaba nada sano. Hasta los cabellos le caían cual hojas muertas, hasta las uñas se quebraban cuando se apretaba las manos para calentarse, hasta las pestañas hacían vuelos ligeros mejillas abajo, confundidas con las lágrimas. 
Salió a pasear para despejarse de aquel invierno instantáneo que se había instalado en su cuerpo y que ocupaba un espacio orbitante a su alrededor de medio metro aproximadamente. Salió a pasear, y las personas con las que se cruzaba miraban asombradas el fenómeno. No sabía muy bien qué ocurría hasta que se vio reflejada en el ventanal de una casa y se quedó de piedra: era como un pequeño remolino de otoño e invierno, más helada, más gris, más deshojada, más húmeda, que todo el resto, no sé si me explico bien, como si contuviera en sus manos y sus pies y su pelo todas las tormentas, como si su rostro saliera de una nube de niebla, como si sus pasos dejaran copos de nieve entre las pisadas.
"Realmente estoy enferma", pensó. Ante ella apareció un anuncio verde urgencia. Y como no sabía que hacer, le hizo caso y se compró una caja de aspirinas. 

3 comentarios:

monica dijo...

Eso es porque no tendría alergia al ácido acetilsalicílico

Anónimo dijo...

Ver o imaginar esa caja verde me ha traido recuerdos de la infancia. Yo, por suerte, hace mucho que no la he vuelto a ver...
Un beso grande.

Princesa Ono dijo...

Precioso, de verdad.