Se casaron en una playa de arena blanca de la isla tailandesa de Ko Chang, la isla elefante. Sus fortunas y excentricidades se lo podían permitir. No era una boda legal en España, pero realmente lo que les importaba era el rito y la fiesta. Querían -sobre todo él, creédme - una ceremonia llena de papeles de seda y velas aromáticas, de orquídeas y conchas marinas, de mucho blanco y oro, de licores y manjares deliciosos. Y además ambos creían en la frase de Kierkegaard: "Si te casas te lamentarás; si no te casas, también lo harás", así que no se lo pensaron dos veces.
Curiosamente no se regalaron anillos, sino dos piedras, cada una en una mitad de coco. Una piedra rezaba "Amor"; la otra decía "Fe". Juntas las mantuvieron al volver a casa, en el salón para las visitas de su ático de l'Eixample de Barcelona. Juntitas siempre, las piedras de la Fe y el Amor, cerca del Buda de marfil y los objetos exóticos de sus numerosos viajes, como una protección sagrada.
Pero al año de vivir juntos, las peleas y los desencuentros se hicieron tan insoportables que terminaron, como tantos otros, rompiendo su relación. Se repartieron sus cosas amigablemente -a ninguno le faltaba de nada y lo material era accesorio-, pero la duda principal llegó con el reparto de los cocos. ¿Quién se quedaba "Amor" y quién "Fe"? Ella lo tuvo claro: "Tú te quedas el amor -le dijo- porque tienes que aprender a usarlo. Yo me quedo la Fe porque la he perdido". Quería recuperarla para ser capaz de amar de nuevo a otro.