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domingo, 21 de agosto de 2011

El violinista de oro

Él era el único violinista alegre del mundo y tenía la rara habilidad de conseguir que nadie llorara cuando sonaba su violín. No importaba que interpretara piezas tristes de otros autores, sus dedos conseguían -sin alterar la pieza original- que todos escucharan con una inmensa alegría en el corazón. Por eso le llamaban el violinista de oro. 
Jamás quiso tocar en un teatro para un gran auditorio, ni pisar una televisión o entrar en el mercadeo del espectáculo. Tocaba en la calle, buscando sombras por toda la ciudad, buscando lugares especiales. Donde veía un mendigo, él se situaba, en el punto exacto donde los oyentes, después de dejarlo, se lo encontrarían y darían gustosos su ayuda, el corazón rebosante de amor y alegría. 
Yo peregrinaba todos los sábados en su búsqueda, recorriendo calles y plazas, hasta que le encontraba. Entonces me sentaba cerca de él, me comía una manzana ácida y me bebía mi agua fresquita mientras dejaba que mi corazón se llenase de su música alegre. Las monedas que pudiera darle no compensaban todo lo que él me daba, así que empecé a dejarle otros presentes: un poema escrito en la noche, un bote de mermelada casera, una vieja postal llena de recuerdos, un frasquito con aire de la montaña...él los recibía sonriente y me besaba en la mejilla con sus labios de oro. Después guardaba mis regalos en su chistera, y seguía tocando. 
Yo tenía en el salón de mi casa dos láminas con El violinista verde y El violinista azul de Chagall, tenía un cartel del musical El violinista en el tejado, tenía otra lámina del Violinista fragmentado de Picasso, un póster con los violinistas rusos y coreanos más famosos del momento y escuchaba en casa a todas horas a Beethoven, a Tartini, a Bach, a Chopin y a Paganini, pero nada era suficiente para darme la felicidad que aquel músico callejero me daba. Así que un día me senté a sus pies y de ahí no me he movido. Todos creen que soy una parte más del atrezzo. Él me habla poco, la verdad, pero sus contadas sonrisas -como su música- me llenan el corazón de alegría. Eso, podéis creerme, me basta.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Esta historia me es familiar... Pero no puedo ahora recordar...

Ana dijo...

Jo, pues me encantaaaaaaa a mi no me resulta nada familiar.

un beso

Miguel Bueno Jiménez dijo...

Qué delicia la música que llega tan dentro.
Saludos
Piedra

Ada dijo...

Rombo, vaya, te juro que la fui inventando a medida que escribía, o eso pensaba...tal vez la creatividad beba de una fuente común que sólo percibimos con el inconsciente.

Ana, gracias!!

Miguel-Piedra, sí, estamos tan insensibles en general que cualquier cosita que nos toque por dentro y nos remueva es de agradecer, pienso...

monica dijo...

Unos presentes muy gratificantes

Anónimo dijo...

Me pongo al día con tus entradas, me gusta leerte y te digo que esta historia, de manera indirecta, me ha recordado a aquella verídica historia que pasó en Wahshington DC, allá a finales de los '90...
Pusieron en el metro de DC a uno de los violinistas más reputados y virtuosos del mundo a tocar fugas de Bach y otras, todo esto durante 8 largas horas, en donde pasaron cientos y cientos de miles de personas sin percartarse de la música que sólo este, buen hombre, sabía substraer a su Stradivarious... Y, ¿te puedes creer que en esas 8 horas de música virtuosamente celestial sólo se pararon unos breves instantes a verle tocar, unas cien personas? Y que en esas 8 hrs., consiguió 8 triste y míseros (hasta insultantes, diría yo...) dólares!!

Without comments!

En fin, esto es lo que me ha recordado este post tuyo.

Unknown dijo...

Como se llama él violinista de oro