Sus muertos danzaban en un espacio chillout, diáfano como la vida, rústico como sus manos. Eran pocos, afortunadamente, pero todos habían tenido manos hermosas y hábiles, muy trabajadoras, manos-demiurgo. La madrina M.F.F. había creado espacios de oración con sus manos blancas, nudosas por la artrosis, pasando cuentas de rosario, tantas como lágrimas no confesadas. El abuelo M.F.F. había pintado cuadros naïf de cielos muy azules y pinos muy verdes. La abuela M.F.M. había planchado camisas a miles y elevado sonrisas plácidas con el aire de sus gestos de buena persona. La amiga E.M.E. había moldeado con sus manos universos de risas, carcajadas de dolor en la barriga, de mandíbulas desencajadas. El amigo J.M.F.S. había fotografiado la vida y acariciado a tantas mujeres como vasos largos de gin-tonic.
Ahora los cinco, que eran sus muertos, se entrenían juntos compartiendo espacio y juegos, contándose la vida, vigilando a sus vivos. No encajaban mucho, la verdad, pero la otra vida no entiende de pasiones ni gustos. Simplemente, estaban. Porque eran sus muertos.
Les envió un beso a todos. Uno de colonia verde y en la frente, para la madrina. Uno, operístico y en la mano, para el abuelo. Uno sonoro y franco en la mejilla, para la abuela. Otro repetido muchas veces bailando entre el aire y la mejilla y con abrazo largo largo, para la amiga. Y otro suave y en los labios, más bien la comisura, para el amigo.
Les envío un abrazo y una sonrisa, les envío una palabra -porotos, Alí Babá, sonrisa, hermosa, terracota- y se despidió diciendo: "todavía no quiero veros, todavía no, pero esperadme".