Seguimos en la estación. Esperando. Ese lugar de tránsito que aúna vidas y quehaceres. Los trenes llevan retraso y los operarios no explican. No sé porqué se enfadan tanto. La vida también es así. Aunque nos gustaría, nadie nos cuenta de dónde viene esa desgracia ni ese premio ni por qué.
Una dice que no piensa pagar el trayecto. Estúpida soñadora utópica. ¿Acaso dejas de pagar en la vida aunque el servicio no sea el deseado? En realidad, me enternece. Cree y siente lo que dice.
Muchos más están indignados. Se quejan, maldicen, murmuran, se crispan. Ellos no. Ellos siguen en la estación besándose. Estarán agradecidos por ese retraso que dilata su despedida. Siempre puede sacarse algo positivo.
Poco a poco, el anden se va llenando de gente. Achico los ojos y así me alejo un poco de la escena y, viéndoles más pequeños y lejanos, tengo la sensación que son como esos caracolitos que se reúnen sobre una rama seca en el verano, bien apretados a dormir el calor. Pero no, éstos se mueven demasiado, no, son como hormigas devorando un insecto o como una flor abriéndose a velocidad extrema, los dos ejemplos son válidos y reales, no tengo preferencias. Sé que usando el primero se me tacharía de oscura y usando el segundo, de cursi. Pero no tengo preferencias, de verdad, ambas visiones están contenidas en mi.
Sigo observando. Tibia. Finalmente llega el tren. Y todos se lanzan en avalancha a penetrarlo. Se empujan, se miran de reojo, se aceleran. Lo hacen, a pesar de que saben que hay asientos para todos y que la máquina tardará todavía unos minutos a ponerse en marcha.
Los amantes siguen besándose. En cuanto se acomodan los pasajeros, ellos despegan sus labios un instante, y cogidos de la mano, se dirigen al vagón donde también yo pensaba sentarme. Les admiro. No iban a despedirse, sólo se amaban, con esa intensidad brutal de las tragedias. No pretenden hacer nada extraordinario esta noche, tal vez sólo sentarse en casa a ver la televisión y seguir besándose, como si no hubiera trenes que pasaran, sólo amándose.
De pronto, siento una tristeza infinita. Y decido no coger el tren, seguiré esperando. Después de todo, es lo que se espera de mi. Olvidé decirlo, soy la máquina de los refrescos.
Una dice que no piensa pagar el trayecto. Estúpida soñadora utópica. ¿Acaso dejas de pagar en la vida aunque el servicio no sea el deseado? En realidad, me enternece. Cree y siente lo que dice.
Muchos más están indignados. Se quejan, maldicen, murmuran, se crispan. Ellos no. Ellos siguen en la estación besándose. Estarán agradecidos por ese retraso que dilata su despedida. Siempre puede sacarse algo positivo.
Poco a poco, el anden se va llenando de gente. Achico los ojos y así me alejo un poco de la escena y, viéndoles más pequeños y lejanos, tengo la sensación que son como esos caracolitos que se reúnen sobre una rama seca en el verano, bien apretados a dormir el calor. Pero no, éstos se mueven demasiado, no, son como hormigas devorando un insecto o como una flor abriéndose a velocidad extrema, los dos ejemplos son válidos y reales, no tengo preferencias. Sé que usando el primero se me tacharía de oscura y usando el segundo, de cursi. Pero no tengo preferencias, de verdad, ambas visiones están contenidas en mi.
Sigo observando. Tibia. Finalmente llega el tren. Y todos se lanzan en avalancha a penetrarlo. Se empujan, se miran de reojo, se aceleran. Lo hacen, a pesar de que saben que hay asientos para todos y que la máquina tardará todavía unos minutos a ponerse en marcha.
Los amantes siguen besándose. En cuanto se acomodan los pasajeros, ellos despegan sus labios un instante, y cogidos de la mano, se dirigen al vagón donde también yo pensaba sentarme. Les admiro. No iban a despedirse, sólo se amaban, con esa intensidad brutal de las tragedias. No pretenden hacer nada extraordinario esta noche, tal vez sólo sentarse en casa a ver la televisión y seguir besándose, como si no hubiera trenes que pasaran, sólo amándose.
De pronto, siento una tristeza infinita. Y decido no coger el tren, seguiré esperando. Después de todo, es lo que se espera de mi. Olvidé decirlo, soy la máquina de los refrescos.
7 comentarios:
nunca bebas sola. Llamame y beberemos juntas.
Soy tuyo, por siempre.
Lo siento, ya sabéis por qué...
Ana, estamos muy lejos.
Anuar, esa es una afirmación demasiado intensa. No lo olvides, yo sólo soy la máquina de los refrescos.
Esperas a ser tu la que bebas?
Monica, no entiendo muy bien la pregunta, lo siento...
si quieres coger el tren...
El otro día te tragaste mis dos euros sin dispensarme la botella de agua. Que conste por escrito mi reclamación.
PD: Creo que Mónica te pregunta si preferirías ser cliente de la máquina, en lugar de la máquina.
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